MADRID.- La
guerra civil declarada en Reino Unido por el Brexit ha entrado en el
período de arrepentimiento previo a la batalla final que arranca este
lunes con la presentación del plan B de Theresa May. Los estrategas de
cada frente se han retirado a sus respectivas trincheras para estudiar
las maniobras necesarias para una contienda en la que el manejo de los
tiempos será clave, dada la división existente, indiferente a siglas y
lealtades partidarias, recuerda desde Madrid El Economista.
La
premier mantiene su tradicional querencia por la opacidad como táctica
de supervivencia mientras el líder de la oposición se ha afiliado a la
ambigüedad premeditada, consciente de que cualquier fallo de cálculo
podría hacer reventar la bomba de relojería que el divorcio ha impuesto
sobre el Laborismo.
La ruptura con la UE había constituido la inesperada consecuencia de
la temeraria acometida de David Cameron para sofocar la incomodidad que
Bruselas generaba en la derecha británica.
La onda expansiva, no
obstante, ha acabado afectando al espectro político en su conjunto,
creando divisiones en todos los partidos y dejando a los electores
huérfanos de liderazgo. Ningún dirigente ha salido reforzado de la
confrontación, sino al contrario, y los conflictos latentes que sufrían
sus formaciones han resultado exacerbados por la acritud del Brexit.
En este contexto, las especulaciones sobre un potencial adelanto
electoral como fórmula para desbloquear el estancamiento abren una duda
metódica sobre qué pueden ofrecer al votante responsables políticos que
han sido incapaces de consensuar en sus propias filas una posición de
compromiso para el mayor desafío afrontado por Reino Unido desde la II
Guerra Mundial.
Y sin embargo, las urnas ayudaría a Theresa May y a
Jeremy Corbyn a aplacar, al menos temporalmente, las crecientes
apelaciones internas a una convocatoria electoral muy diferente: la de
un segundo plebiscito que resuelva la parálisis que no han logrado
arreglar.
Pese a sus extremas diferencias, ambos líderes coinciden en su
rechazo a volver a someter a consulta el debate supuestamente resuelto
el 23 de junio de 2016.
De ahí que la prioridad de Corbyn, al menos para
sofocar las llamadas a apoyarlo, sea aparentar que le interesan unas
generales, pese a que ninguna encuesta le sitúa por delante, ni siquiera
tras el espectáculo ofrecido durante meses por un Gobierno dividido
ante su misión fundamental -garantizar el Brexit-, ni tampoco después de
que sufriese la mayor derrota parlamentaria registrada por un Ejecutivo
británico en tiempos modernos.
May ha sufrido en primera persona las consecuencias de un error de
cálculo electoral y, si bien debería haber aprendido la lección, de
acuerdo con medios afines, el máximo responsable de la Función Pública
en Reino Unido habría puesto a todos los Ministerios sobre aviso en
orden a que se preparen para unos comicios, en caso de que un adelanto
sea necesario para romper el actual impasse.
La mera consideración tiene sentido en un contexto en que el retraso
de la salida constituye el único principio de incertidumbre, dado que
ninguna otra propuesta recaba suficiente respaldo: Wesminster repudia el
acuerdo de May; un segundo referéndum parece imposible mientras la
premier siga en el Número 10; y la salida sin acuerdo es rechazada por
la mayoría.
Boris
Johnson resurgió para recordar su interés en Downing Street. En la
jornada de calma previa a la tormenta, el exministro convocó a la
prensa, pero las hemerotecas le aguaron una intervención estelar en la
que se atrevió a declarar que "no había dicho nada sobre Turquía"
durante la campaña del referéndum.
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