MADRID.- Augusto
Assía, periodista gallego que fue corresponsal de leyenda en
Inglaterra, solía apuntar con retranca que «de los pueblos que guisan
mal, los ingleses son el más interesado por la cocina». Mi gran amigo
londinense, el historiador Bob Goodwin, es uno de los raros ingleses
capaces de hacer virguerías en los fogones. El pasado sábado 12 de
enero, tres días antes de que
May sometiese su acuerdo de salida de la UE
al voto de los Comunes, Bob invitó a una opípara cena en su casa,
que domina los curiosos canales de la Little Venice londinense.
En el
primer vino (español, of course) surgió ya el debate del Brexit y
nuestro anfitrión jugó a augur: «Al final, el martes se impondrá la
sensatez y le aprobarán su acuerdo a May». Un ejecutivo de trasiego
global presente en la cena concordó con él, invocando el legendario
«sentido común de los británicos».
Ambos marraron por todo lo alto: la
propuesta de salida de Theresa May fue derrotada por 230 votos de diferencia. Para mayor humillación, 118 de sus diputados, la mayoría irreductibles eurófobos, se pronunciaron contra ella, se escribe en el diario español Abc.
El
sentido común se ha evaporado en un país que abandonó su tradicional
carácter estoico el 31 de agosto de 1997.
Aquel día los ingleses se
olvidaron de su flema, de su famoso «labio superior rígido», y
sorprendieron al mundo llorando desconsoladamente por la muerte de una
princesa mundana y de vida desgraciada, Diana de Gales. La Reina, de
vieja escuela, no se sumó al desparrame emocional, lo que le costó el
enojo de su pueblo.
Esta semana, un diplomático europeo dejó un agudo
comentario tras asistir a la sesión parlamentaria donde se rechazó la
propuesta de salida de May: «Aquí hay mucha retórica churchilliana, pero
ningún Churchill».
Es cierto. Más que buscadores de soluciones, May, de 62 años, y Jeremy Corbyn,
de 69, ambos tozudos como mulas, se han convertido en parte del
problema. La primera ministra carece de cintura para moldear un acuerdo
que pueda resultar lo suficientemente seductor para ser aprobado en el
gallinero de los Comunes.
El líder laborista es un eurófobo de corazón,
que rechaza una segunda consulta y cree que el Brexit debe ejecutarse,
aunque aboga por mantenerse en la unión aduanera y «lo más cerca
posible» del mercado único europeo, lo cual es soplar y sorber, pues
para gozar de esas prebendas has de seguir bajo la férula de las
libertades y normas comunitarias.
Tras
su derrota del martes, May abrió una ronda de consultas en el Número 10
para escuchar propuestas de sus rivales sobre cómo desmadejar el lío
del Brexit. Corbyn puso como condición para acudir que May rechazase de
plano una salida sin acuerdo de la UE. Pero la «premier» no quiere pagar
ese peaje.
Ella ve obligado honrar la decisión del pueblo en las urnas y
su esquema mental es el siguiente (y advierto que es todo un
trabalenguas): un mal acuerdo es mejor que salir sin acuerdo, pero es
mejor salir sin acuerdo que no salir. May sabe además que si todo
estalla podría haber elecciones anticipadas, y si se acerca demasiado a
las tesis laboristas teme ser penalizada en las urnas.
Más líos:
tanto May como Corbyn sufren revueltas internas. A ella se le han
rebelado 20 miembros de su gabinete, que le demandan que descarte la
salida sin acuerdo, el temido «no deal». Él sabe que cien de sus
diputados quieren un segundo referéndum y una inmensa
mayoría, que se retrase la aplicación del artículo 50, que sellará la
salida de la UE el próximo 29 de marzo, dentro de solo 68 días.
Mañana
se espera que la diputada laborista Yvette Cooper
registre una moción en los Comunes para retrasar la salida, que podría
salir adelante. La maquinaria administrativa de Withehall ya trabaja en
ese escenario, que abrirá una situación surrealista: en mayo se
celebrarán elecciones europeas y el Reino Unido, en teoría de salida,
tendría que participar en ellas si se demora el artículo 50.
De hecho
Nigel Farage, el exlider de UKIP, ya ha anunciado que fundará un nuevo
partido eurófobo por si se da esa circunstancia.
Es
muy difícil entender el nebuloso laberinto del Brexit, pues fue fruto
de tres factores combinados. La resaca de la gran crisis de 2007, con
muchas personas personas percibiendo que sus hijos van a vivir peor que
ellos. Un sarpullido de orgullo nacionalista, pues muchos ingleses
maduros todavía siguen escuchando añejas trompetas imperiales.
Y en
tercer lugar, una gran patada de la Inglaterra rezagada contra la
globalización, contra el «establishment» que domina el país y contra el
brillo de Londres, un oasis de prosperidad que supone un cuarto del PIB
de la nación, pero que se ha convertido en una isla que desde fuera se
percibe como elitista, snob y demasiado cosmopolita.
El Reino
Unido es un país lastimosamente clasista. La élite dirigente siempre se
las ha apañado para pastorear al pueblo (y generalmente con bastante
tino). Todo el «establishment», desde el la patronal a la línea oficial
de los partidos, apoyaba la permanencia en la UE.
El «remain» se daba
por hecho. Lo cantaban las encuestas y hasta las casas de apuestas, que
suelen ser el termómetro político más fiable en Gran Bretaña. Durante la
campaña del referéndum del 26 de junio de 2016, el 70% de los diputados
de los Comunes estaban a favor de la permanencia.
Pero el Brexit se
impuso contra todo pronóstico: 51,8% contra 48,1%, 17,4 millones de
votos contra 16,1. Aquel voto ha partido el país, empeorado su economía y
ha consumido desde entonces todas las energías políticas. El ánimo de
la nación ante Europa ha cambiado en estos dos años largos. Según la
última gran encuesta, de You Gov, a día de hoy la permanencia se
impondría por doce puntos (56%-44%).
¿Qué
va a hacer May tras su derrota del martes? La hija del vicario será
fiel a su sentido del deber. No variará su hoja de ruta. Hará algún
mínimo cosmético a su acuerdo de salida y volverá a llevarlo a los
Comunes, previsiblemente el 29 de enero, confiando en
que el miedo general la ayude.
El Reino Unido se acerca cada vez más al
abismo, porque antes del límite de finales de marzo solo quedan 36 días
hábiles de sesiones parlamentarias.
La salida sin acuerdo, que
solo gusta a ochenta diputados eurófobos irreductibles del Partido
Conservador, es una de las opciones más plausibles, a pesar de que la
patronal, la CBI, recalque que «el no deal es inimaginable» y de que el
ministro de Economía de May lo haya descartado por completo en
sus conversaciones telefónicas
con esos empresarios (grabadas y publicadas por el «Daily Telegraph», porque en Inglaterra también hay Villarejos).
Las otras seis opciones son:
-Un acuerdo comercial como el de Canadá, pero más profundo.
-Un
acuerdo como el de Noruega, que equivale casi a estar en la UE,
contribuyendo a su caja y asumiendo sus normas, pero sin ser socio.
-El acuerdo de May, si sale adelante en otra intentona.
-Un segundo referéndum, la opción que piden los ex primeros ministros Tony Blair y John Major.
-Unas nuevas elecciones, de las que pueda salir un «premier» con un mandato claro para tomar una decisión rotunda.
-Demorar la aplicación del artículo 50. Posponer la salida y seguir barajando.
La
salida sin acuerdo o la demora son las opciones más probables. La
crisis en curso puede acabar provocando hasta la partición del Partido
Conservador, porque su sector más antieuropeo jamás aceptaría que no se
llevase a cabo el mandato de las urnas en 2016. Pero como replica Tony Blair, que esta semana escribió un elocuente artículo en Abc
, «pedir a la gente que vote de nuevo nunca puede ser un ultraje democrático».
Mientras,
en la cocina de May, comienzan a surgir voces que le imploran que pare
el reloj: «Irse de la UE sin acuerdo sería un acto de autolesión con
profundas consecuencias económicas, de seguridad y reputacionales para
el Reino Unido», avisó ayer su secretario de Estado de Defensa, Tobias
Ellwood.
Pero creer que May le escuche. Este fin de semana está haciendo
una ronda de consultas con sus pares de la UE y en las cancillerías
europeas comentan con perplejidad que al borde ya del acantilado sigue
sin tocar una coma de su posición. El sentido del deber de la última
inglesa que conserva el «labio superior rígido». Para bien o para mal.
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