Hubo un tiempo en el que la reunión anual de Davos, la ciudad suiza
en la que se reúnen desde hace casi cincuenta años los principales
líderes del mundo de los negocios y de la política mundiales para hablar
sobre los problemas de ámbito global, suscitaba un elevado interés en
todas partes. Lo que se dice en Davos sigue teniendo una alta
repercusión aunque este año se ha notado con mayor intensidad la pérdida
gradual de influencia que se deriva de lo que se dice en estas
reuniones.
Es una pena, ya que Davos, que arrancó en el año 1971 bajo la
iniciativa de un brillante intelectual suizo, Klaus Schwab (quien aún se
mantiene al frente de todo el engranaje que ha logrado crear alrededor
de su Fundación), ha gozado de un gran prestigio en una doble
vertiente, la derivada de ser un punto de encuentro durante casi una
semana en el mes de enero de cada año de varios miles de destacados
dirigentes empresariales, políticos e intelectuales de todo el mundo y,
fruto de la elevada calidad profesional y económica de los asistentes,
ha logrado también lanzar al mundo ideas y sugerencias interesantes, que
ningún otro foro mundial está generando, ni en tiempos de crisis ni en
épocas más o menos apacibles, que suelen ser las menos.
Quizás el punto álgido de la influencia mundial de Davos pertenezca
ya al recuerdo, aquella edición del año 2000 en la que el presidente
estadounidense, Bill Clinton, cerca de finalizar su segundo mandato,
lanzó un mensaje de largo alcance sobre los riesgos que conlleva la
globalización de la economía sobre las desigualdades sociales y sobre
los fenómenos de radicalización política. Una alerta que no mereció
por entonces apenas atención pero que reflejaba una alta clarividencia.
Este año han sido numerosos los dirigentes mundiales que han optado
por no hacer las maletas y por quedarse en su casa. La globalización
registra momentos delicados. Ni Trump, ni Putin, ni Xi Jinping, ni
Macron, ni May ni algunos de los recién llegados a la escena política
mundial, como el nuevo presidente mexicano, López Obrador, han desfilado
por la ciudad alpina en la que el genial novelista alemán Thomas Mann
colocó a los inolvidables protagonistas de La Montaña Mágica.
Solo el
recién estrenado líder brasileño, Bolsonaro, ha roto la preocupante
escasez de líderes relevantes, aunque esta vez España ha contado con la
presencia – tras largos años se ausencia del Ejecutivo – del titular del
Gobierno, Pedro Sánchez. Habrá que agradecerle al Presidente español
que haya roto esta inexplicable y dilatada ausencia de representantes
políticos españoles de primer nivel en una de las citas mundiales de
mayor capacidad de influencia y resonancia.
Podría ser motivo de reflexión el hecho de que el foro más
prestigioso y con mayor capacidad de ejercer de altavoz de las
preocupaciones económicas, políticas y sociales más candentes del mundo
perdiera su condición de punto de encuentro y de lanzamiento de
propuestas para enfrentar los problemas que ha lanzado sobre la mesa
de los debates internacionales la reciente crisis económica y sus
nefastos efectos sociales.
Hay derivaciones políticas, como el auge de los populismos o de los
movimientos radicales de todo signo, que están anticipando riesgos de
mayor envergadura y que merecerían un punto de encuentro en el que se
pudieran debatir sus orígenes y las formas de neutralizarlos.
Davos
ofrecía hasta ahora esa oportunidad única, aunque han sido demasiados
los líderes mundiales que este año han preferido darle la espalda. La
respuesta del aislamiento de algunos líderes mundiales que se ha
constatado en esta última convocatoria del Foro Económico Mundial de
Davos no es un buen síntoma.
(*) Periodista y economista español
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