miércoles, 15 de mayo de 2019

Cómo combatir el auge de las autocracias dentro de la Unión Europea / Jan-Werner Müller *

La democracia liberal está amenazada en Hungría y Polonia. A veces, la actual destrucción de lo que parecían unos sistemas democráticos, consolidados y con un Estado de derecho se considera como un problema lamentable pero, en última instancia, local. Otras crisis europeas, como la crisis del euro y el Brexit, han parecido mucho más importantes. Se trata de un error. 

El orden europeo es un orden legal y depende de que los Estados miembros de la Unión Europa confíen en que unos y otros observen el Estado de derecho. Es también un orden que prometió a los Estados que salían del autoritarismo (empezando por España, Portugal y Grecia en la década de 1970) que Europa bloquearía cualquier vuelta a la autocracia. 

Hoy el propio funcionamiento legal de la Unión Europea (y su promesa moral básica de una comunidad de valores compartidos) se encuentra amenazado. En ese sentido, la amenaza es existencial, por más que los titulares siempre sean mucho más grandes a propósito del ataque de los mercados contra algunos estados miembros o del último error de Theresa May.

¿Cómo debería enfrentarse la Unión al auge de la autocracia en dos de sus estados miembros? Semejante pregunta se desestima a veces diciendo que una institución como la Unión Europea, que en sí misma no es realmente democrática, no puede actuar como defensora creíble de la democracia. 

Ese razonamiento pasa por alto que los estados miembros han delegado libremente en la Unión Europea tareas específicas, unas tareas que incluyen la defensa de la democracia. En particular, han establecido sanciones para quienes no observen valores europeos fundamentales como la democracia y el Estado de derecho; y ahí está el artículo 7 del Tratado de la Unión Europea. 

El artículo 7 dispone la suspensión de los derechos de voto de un Estado miembro en el Consejo Europeo en caso de una violación persistente de los valores europeos fundamentales. Resulta importante comprender que, en realidad, no ordena nada parecido a una intervención en el Estado miembro; más bien, se trata de un mecanismo para aislar el Gobierno de un determinado Estado miembro del resto de la Unión: permite una cuarentena moral, no una intervención real. Por ello, no puede cambiar de modo inmediato la política interna de un Estado delincuente.

Esa cuarentena tiene una poderosa justificación: la legislación de la Unión Europea se aplica por encima de las fronteras nacionales, tras ser creada por estados miembros individuales que actúan juntos. Un Estado autocrático tomaría decisiones en el Consejo Europeo y, por lo tanto, al menos indirectamente, gobernaría la vida de todos los ciudadanos. Más importante aún es el hecho de que los tribunales de Hungría y Polonia son también tribunales de la Unión Europea: aplican la legislación comunitaria, y sus decisiones tienen que ser reconocidas en toda la Unión. 

Así, de un modo literal, todo ciudadano europeo está interesado en no encontrarse frente a un Estado miembro autoritario. Pensemos en la orden de detención europea, que se fundamenta en la idea del reconocimiento mutuo de las decisiones judiciales y, en última instancia, en la confianza de que todos los estados miembros garantizan el Estado de derecho y la independencia del poder judicial.

Nunca se hará poco hincapié en ese punto: la Unión Europea está construida sobre la idea de unos estados democráticos que confían unos en otros. La crisis del euro ha tenido unas consecuencias espantosas en el sur de Europa; y, si el euro fracasara por completo, las repercusiones globales serían enormes. Ahora bien, en el fondo, sólo habría sido una política fracasada. En cambio, la existencia de autocracia en el seno de la Unión Europea pone en entredicho la idea de cómo funciona la Unión como forma de gobierno.

Hay otra justificación de la protección de la democracia que puede reforzar la autoridad de la Unión Europea respecto a los Estados miembros. Uno de los objetivos explícitos de la ampliación europea hacia el Este fue la consolidación de las democracias liberales (o, de entrada, la culminación de la transición a la democracia liberal en el caso de Rumanía y Bulgaria). 

Los gobiernos de la región (siguiendo los ejemplos de España, Portugal y Grecia) buscaron vincularse a Europa precisamente para evitar lo que ahora se conoce como una recaída; fue como Ulises ordenando a sus marineros que lo ataran al mástil para resistir unos futuros cantos de sirenas de las voces antiliberales y antidemocráticas.

Desde esta perspectiva, los dirigentes húngaros y polacos se equivocan al acusar a Bruselas de algún tipo de eurocolonialismo. Viktor Orbán se ha quejado de que “intentan decirnos cómo vivir”. En realidad, sólo se les está recordando a los húngaros y los polacos cómo querían vivir cuando se unieron a la Unión en el 2004 (lo cual no equivale a decir que no sea nunca legítimo criticar a la Unión Europea una vez se ha decidido ser miembro de ella; sólo que no resulta razonable hacerlo cuando Bruselas está a la altura de los compromisos buscados antaño por la población de un Estado miembro).

La Unión Europea tiene la autoridad para proteger la democracia liberal en los Estados miembros; la pregunta es si tiene la capacidad para hacerlo. El artículo 7 sigue siendo su principal instrumento. Durante mucho tiempo, este artículo se consideró como una “opción nuclear”, en palabras del antiguo presidente de la Comisión Europea José Manuel Barroso. Los países parecían demasiado asustados de que algún día pudieran aplicarse sanciones contra ellos. 

En el caso de Polonia, la Comisión Europea finalmente se decantó por invocar el artículo 7 en diciembre del 2017, pero no es probable que la Comisión logre convencer el número suficiente de estados miembros en el Consejo Europeo para decidir sanciones.

¿Puede la Comisión actuar por su cuenta, en su papel de guardián de los tratados europeos? El problema es que los instrumentos que la Comisión tiene a su disposición a menudo no se amoldan a los desafíos específicos de la democracia liberal. Los procedimientos de infracción sólo pueden basarse en la legislación comunitaria, que a menudo no abarca los campos relevantes de la democracia y el Estado de derecho. Pensemos en el descabezamiento de facto del sistema judicial llevado a cabo por el Gobierno húngaro con la rebaja la edad de jubilación de los jueces de 70 a 62 años. 

La Comisión llevó a Hungría ante el Tribunal Europeo de Justicia alegando discriminación por motivos de edad y ganó. Sin embargo, los jueces nunca fueron reincorporados. A pesar de su éxito legal nominal, Europa se mostró impotente a la hora de enfrentarse al problema real, que tenía que ver con el apoderamiento del sistema judicial por parte de un partido político y no con la discriminación de los individuos.

En el 2014, la Comisión añadió un “mecanismo del Estado de derecho” a su repertorio de instrumentos, pero al final sólo puede llevar a la aplicación del artículo 7. El “mecanismo” se basa mucho en la idea de que el “diálogo” puede resolver cualquier conflicto entre la Comisión y el Gobierno de un Estado miembro. 

Es cierto que la Unión Europea se fundamenta en las prácticas del diálogo constructivo y el compromiso. Sin embargo, semejantes prácticas a menudo sólo son verosímiles desde cierta perspectiva tecnocrática: juntos intentamos resolver los problemas, ésa es la suposición de partida. En los casos de Hungría y Polonia, se trata, por supuesto, de una ilusión. 

El Fidesz y el Partido de la Ley y la Justicia tienen una agenda política. Su conflicto con Bruselas es de naturaleza política; y lo han utilizado (presentado como un conflicto entre el país y una burocracia supranacional no elegida) para ganar respaldo en la política interna. 

Se ha dicho a menudo que la crisis del euro ha dado lugar a la politización de Europa, y que ha llegado la hora de la europeización de la política: los ciudadanos europeos se han hecho conscientes de que lo que ocurre en otros lugares de Europa tiene una repercusión directa en sus vidas. 

Por desgracia, también se ha hecho evidente un efecto menos deseable de semejante interdependencia: el democristiano y conservador Partido Popular Europeo (PPE), que nominalmente es el mayoritario, ha decidido blindar sistemáticamente a Orbán frente a críticas y potenciales sanciones. Importantes políticos del PPE han emitido una y otra vez duras advertencias contra el primer ministro húngaro; por ejemplo, cuando coqueteó con la idea de reintroducir la pena de muerte en Hungría, una línea roja absoluta en especial para los democristianos. 

 Sin embargo, siempre han evitado excluir al Fidesz de Orbán de sus filas. La razón es sencilla: el Fidesz tiene un número relativamente elevado de diputados en el Parlamento Europeo, y el PPE está firmemente comprometido con el mantenimiento de su pluralidad en la cámara (Helmut Kohl insistió antaño en el hecho de que los democristianos no habían construido Europa para dejársela a los socialistas). 

De modo paradójico, podría haber sido más fácil expulsar a Fidesz en un momento en que el Parlamento tenía pocos poderes; cuando más importante se ha vuelto, mayor es el incentivo para tener un gran grupo como el PPE. Dicho aun más claramente, cuanto más democrática es la Unión Europea en su conjunto, menor es la protección para las democracias nacionales frente a las fuerzas autoritarias dentro de los estados miembros. 

Es cierto que en septiembre del año pasado un significativo número de diputados del PPE cambió por fin de opinión y respaldó la aplicación del artículo 7 contra el Gobierno húngaro. Por un lado, la medida puso de manifiesto que el Parlamento Europeo podía ser, en el fondo, un actor importante en la defensa de la democracia europea. 

Sin embargo, el PPE aún está lejos de excluir el Fidesz; y a posteriori parece que la dirección del PPE jugó un cuidadoso doble juego: ser vistos como inflexibles con los valores europeos, pero conservando el Fidesz (y un gran número de diputados) en el redil... y plenamente conscientes todo el tiempo de que, dada la probable respuesta del Consejo Europeo, no se seguirían sanciones reales contra Budapest. 

El Gobierno de Varsovia presenta una desventaja comparativa con respecto a Orbán: el Partido de la Ley y la Justicia no es miembro del PPE, sino del mucho más pequeño y marginal Conservadores y Reformistas Europeos. Ese grupo de euroescépticos está dominado por los tories británicos. Theresa May, fiel a los dictados de la lealtad partidista supranacional, afirmó ante un público varsoviano en diciembre del 2017 que los asuntos constitucionales son asuntos internos de Polonia. Sin embargo, los tories van a desaparecer de la escena partidista comunitaria con el Brexit. De modo que Varsovia no está protegida con tanta firmeza como lo está Budadest. 

Ha habido un caso en el pasado en que una familia supranacional de partidos suspendió a un miembro (el Partido de los Socialistas Europeos excluyó de facto el SMER eslovaco después de que éste estableciera una coalición con el SNS de extrema derecha), y el cambio de tono en la dirección del PPE en septiembre del 2018 no fue nada trivial. 

Sin embargo, en última instancia, nos enfrentamos aquí con un problema estructural: como ha sostenido el politólogo estadounidense Dan Kelemen, el sistema de partidos de Europa está lo bastante desarrollado para que sea importante la lealtad por encima de las fronteras; de ahí el continuado respaldo de facto a Orbán por parte del PPE. 

Sin embargo, el sistema de partidos no está lo bastante desarrollado para europeizar de verdad las cuestiones políticas, lo cual importa porque las bolsas de autoritarismo dentro de amplias estructuras democráticas sólo suelen disolverse federalizando el problema. Kelemen llama al actual estado de Europa un “equilibrio autoritario”, con la consecuencia de que los agentes democráticos que respaldan de facto agentes antidemocráticos no tienden a pagar el precio de su comportamiento. 

Mientras las campañas electorales al Parlamento Europeo sigan siendo un asunto nacional, no es probable que ese fatídico equilibrio consiga ser desestabilizado.

Orbán ha sido muy eficaz reformulando el conflicto con la Unión Europea como un asunto de “simple política” o, dicho más claramente, de elección de valores subjetivos. A los liberales, según la acusación de él y otros defensores de un Estado antiliberal, sencillamente no les gustan sus políticas de familia conservadoras, su defensa de unos estados-nación fuertes en la Unión Europea y, sobre todo, su rechazo de la inmigración y del asentamiento de refugiados en Hungría.

 En una democracia se puede discrepar de modo legítimo sobre esos asuntos. Sin embargo, al centrar toda la atención en ellos, Orbán ha reconvertido lo que debería ser un debate sobre las instituciones democráticas básicas en otra guerra cultural más (con un llamamiento a los conservadores de todas partes de Europa a que unan filas tras él).

Una vez que el conflicto ha sido declarado un asunto de unos compromisos sobre valores aparentemente subjetivos, resulta fácil acusar a los liberales de ser en realidad antiliberales: aunque se supone que son defensores de la diversidad, son incapaces de tolerar a un nacionalista étnico como Orbán que intenta desviarse de un supuesto multiculturalismo occidental dominante. 

Algunos observadores se han mostrado dispuestos a admitir que una democracia antiliberal podría ser una reacción legítima al liberalismo antidemocrático. La Unión Europea parece ser un ejemplo obvio de tecnocracia liberal contra la cual necesita ser afirmada la voluntad del pueblo. Sin embargo, la Unión Europea no prescribe una postura legislativa uniforme sobre cuestiones polémicas como el matrimonio de personas del mismo sexo ni un único modelo de democracia. 

Sus miembros sólo tienen que ser lo bastante democráticos de acuerdo con los criterios (sin duda deficientes) de Copenhague, que establecen que sólo pueden unirse al club los estados con democracia, Estado de derecho y capacidad de competir en el mercado único.

Cuando los dirigentes comunitarios han criticado los gobiernos húngaro y polaco, Budapest y Varsovia han respondido que están defendiendo la soberanía nacional contra los dictados liberales de Bruselas. Por desgracia, la Unión les ha hecho el juego permitiendo la impresión de que la democracia siempre pertenece al estado-nación, y que el equipo de reparaciones liberal de Bruselas sólo hace acto de presencia si hay un mal funcionamiento drástico del Estado de derecho. 

En vez de eso, los representantes comunitarios tendrían que haber dejado mucho más claro que, al defender un poder judicial independiente y una sociedad civil y unos medios de comunicación críticos, están defendiendo nada menos que la propia democracia. Dicho de otro modo, se pueden tener muchas discrepancias políticas legítimas en la Unión Europea. Lo que no se puede es hacer realidad dentro de la Unión una preferencia por una forma de gobierno no democrática.

La solución no reside en una nueva hornada de mecanismos y procedimientos legales. Los ciudadanos deberían hacer que los facilitadores de la autocracia, como los dirigentes del PPE, Joseph Daul y Manfred Weber, rindieran cuentas. La Comisión debería ser más decidida a la hora de cumplir su papel de guardián de los tratados. Jean-Claude Juncker, traumatizado por el Brexit, se ha mostrado demasiado inclinado a eludir cualquier conflicto por temor a profundizar más las divisiones en Europa, ajeno al parecer a la posibilidad de pasar a la historia como el presidente de la Comisión bajo el cual se hizo irreversible la degeneración del Estado de derecho. 

La Unión Europea debería también tomarse en serio la eliminación de ayudas a los países que ya no cumplen los compromisos normativos básicos de la Unión. Es cierto que las sanciones perjudican a menudo a los más vulnerables de una sociedad. No obstante, los fondos comunitarios han sido a menudo para la camarilla gobernante de Orbán lo que el petróleo a los estados autoritarios árabes: un recurso gratuito susceptible de ser utilizado para mantener satisfecha una red clientelar y comprar respaldo político. Y es cierto que siempre hay que temer la reacción nacionalista contra las sanciones comunitarias. 

Sin embargo, para Europa, intentar contenerse o mantenerse de algún modo neutral en conflictos internos muy cargados sobre cuestiones relacionadas con las formas de gobernar (y no sólo con las políticas) no carece de costes y en realidad tampoco es neutral. La renuencia a intentar proteger la democracia liberal en un Estado miembro traicionará las esperanzas de todos los ciudadanos del país en cuestión, que depositaron su confianza en la Unión en tanto que garante de algún tipo contra nuevas formas de autoritarismo. 

En cualquier caso, un gobierno deseoso, por ejemplo, de desmantelar el sistema de equilibrio de poderes sabe que en algún punto se enfrentará a un conflicto con las instituciones europeas, por lo que tiene todos los incentivos para fomentar los sentimientos euroescépticos, por mucho que haga o no haga la Unión Europea.

Hay pocas pruebas de una campaña nacionalista con éxito o, para el caso, de graves reacciones producidas por un ejercicio decidido de la influencia comunitaria. La guerra de independencia declarada por Orbán no ha resultado ser, o al menos eso indican las encuestas, popular. En realidad, los índices de aprobación de la Unión Europea (y de confianza en ella) siguen siendo de los más altos en Hungría y Polonia. El Huxit o el Poxit no parecen en este momento amenazas creíbles. La Unión Europea debe dejar de tenerle miedo a los autócratas.


(*) Politólogo alemán y profesor en la Princenton University


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