La democracia liberal está amenazada en Hungría y Polonia.
A veces, la actual destrucción de lo que parecían unos sistemas
democráticos, consolidados y con un Estado de derecho se considera como
un problema lamentable pero, en última instancia, local. Otras crisis
europeas, como la crisis del euro y el Brexit, han parecido mucho
más importantes. Se trata de un error.
El orden europeo es un orden
legal y depende de que los Estados miembros de la Unión Europa confíen
en que unos y otros observen el Estado de derecho. Es también un orden
que prometió a los Estados que salían del autoritarismo (empezando por
España, Portugal y Grecia en la década de 1970) que Europa bloquearía
cualquier vuelta a la autocracia.
Hoy el propio funcionamiento legal de
la Unión Europea (y su promesa moral básica de una comunidad de valores
compartidos) se encuentra amenazado. En ese sentido, la amenaza es
existencial, por más que los titulares siempre sean mucho más grandes a
propósito del ataque de los mercados contra algunos estados miembros o
del último error de Theresa May.
¿Cómo debería enfrentarse la Unión al auge de la autocracia en
dos de sus estados miembros? Semejante pregunta se desestima a veces
diciendo que una institución como la Unión Europea, que en sí misma no
es realmente democrática, no puede actuar como defensora creíble de la
democracia.
Ese razonamiento pasa por alto que los estados miembros han
delegado libremente en la Unión Europea tareas específicas, unas tareas
que incluyen la defensa de la democracia. En particular, han establecido
sanciones para quienes no observen valores europeos fundamentales como
la democracia y el Estado de derecho; y ahí está el artículo 7 del
Tratado de la Unión Europea.
El artículo 7 dispone la suspensión de los derechos de voto de un
Estado miembro en el Consejo Europeo en caso de una violación
persistente de los valores europeos fundamentales. Resulta importante
comprender que, en realidad, no ordena nada parecido a una intervención
en el Estado miembro; más bien, se trata de un mecanismo para aislar el
Gobierno de un determinado Estado miembro del resto de la Unión: permite
una cuarentena moral, no una intervención real. Por ello, no puede
cambiar de modo inmediato la política interna de un Estado delincuente.
Esa cuarentena tiene una poderosa justificación: la legislación de la
Unión Europea se aplica por encima de las fronteras nacionales, tras
ser creada por estados miembros individuales que actúan juntos. Un
Estado autocrático tomaría decisiones en el Consejo Europeo y, por lo
tanto, al menos indirectamente, gobernaría la vida de todos los
ciudadanos. Más importante aún es el hecho de que los tribunales de
Hungría y Polonia son también tribunales de la Unión Europea: aplican la
legislación comunitaria, y sus decisiones tienen que ser reconocidas en
toda la Unión.
Así, de un modo literal, todo ciudadano europeo está
interesado en no encontrarse frente a un Estado miembro autoritario.
Pensemos en la orden de detención europea, que se fundamenta en la idea
del reconocimiento mutuo de las decisiones judiciales y, en última
instancia, en la confianza de que todos los estados miembros garantizan
el Estado de derecho y la independencia del poder judicial.
Nunca se hará poco hincapié en ese punto: la Unión Europea
está construida sobre la idea de unos estados democráticos que confían
unos en otros. La crisis del euro ha tenido unas consecuencias
espantosas en el sur de Europa; y, si el euro fracasara por completo,
las repercusiones globales serían enormes. Ahora bien, en el fondo, sólo
habría sido una política fracasada. En cambio, la existencia de
autocracia en el seno de la Unión Europea pone en entredicho la idea de
cómo funciona la Unión como forma de gobierno.
Hay otra justificación de la protección de la democracia que puede
reforzar la autoridad de la Unión Europea respecto a los Estados
miembros. Uno de los objetivos explícitos de la ampliación europea hacia
el Este fue la consolidación de las democracias liberales (o, de
entrada, la culminación de la transición a la democracia liberal en el
caso de Rumanía y Bulgaria).
Los gobiernos de la región (siguiendo los
ejemplos de España, Portugal y Grecia) buscaron vincularse a Europa
precisamente para evitar lo que ahora se conoce como una recaída; fue
como Ulises ordenando a sus marineros que lo ataran al mástil para
resistir unos futuros cantos de sirenas de las voces antiliberales y
antidemocráticas.
Desde esta perspectiva, los dirigentes húngaros y polacos se
equivocan al acusar a Bruselas de algún tipo de eurocolonialismo. Viktor
Orbán se ha quejado de que “intentan decirnos cómo vivir”. En realidad,
sólo se les está recordando a los húngaros y los polacos cómo querían
vivir cuando se unieron a la Unión en el 2004 (lo cual no equivale a
decir que no sea nunca legítimo criticar a la Unión Europea una vez se
ha decidido ser miembro de ella; sólo que no resulta razonable hacerlo
cuando Bruselas está a la altura de los compromisos buscados antaño por
la población de un Estado miembro).
La Unión Europea tiene la autoridad para proteger la democracia
liberal en los Estados miembros; la pregunta es si tiene la capacidad
para hacerlo. El artículo 7 sigue siendo su principal instrumento. Durante mucho tiempo, este artículo se consideró como una “opción nuclear”,
en palabras del antiguo presidente de la Comisión Europea José Manuel
Barroso. Los países parecían demasiado asustados de que algún día
pudieran aplicarse sanciones contra ellos.
En el caso de Polonia, la
Comisión Europea finalmente se decantó por invocar el artículo 7 en
diciembre del 2017, pero no es probable que la Comisión logre convencer
el número suficiente de estados miembros en el Consejo Europeo para
decidir sanciones.
¿Puede la Comisión actuar por su cuenta, en su papel de
guardián de los tratados europeos? El problema es que los instrumentos
que la Comisión tiene a su disposición a menudo no se amoldan a los
desafíos específicos de la democracia liberal. Los procedimientos de
infracción sólo pueden basarse en la legislación comunitaria, que a
menudo no abarca los campos relevantes de la democracia y el Estado de
derecho. Pensemos en el descabezamiento de facto del sistema judicial
llevado a cabo por el Gobierno húngaro con la rebaja la edad de
jubilación de los jueces de 70 a 62 años.
La Comisión llevó a Hungría
ante el Tribunal Europeo de Justicia alegando discriminación por motivos
de edad y ganó. Sin embargo, los jueces nunca fueron reincorporados. A
pesar de su éxito legal nominal, Europa se mostró impotente a la hora de
enfrentarse al problema real, que tenía que ver con el apoderamiento
del sistema judicial por parte de un partido político y no con la
discriminación de los individuos.
En el 2014, la Comisión añadió un “mecanismo del Estado de derecho” a
su repertorio de instrumentos, pero al final sólo puede llevar a la
aplicación del artículo 7. El “mecanismo” se basa mucho en la idea de
que el “diálogo” puede resolver cualquier conflicto entre la Comisión y
el Gobierno de un Estado miembro.
Es cierto que la Unión Europea se
fundamenta en las prácticas del diálogo constructivo y el compromiso.
Sin embargo, semejantes prácticas a menudo sólo son verosímiles desde
cierta perspectiva tecnocrática: juntos intentamos resolver los
problemas, ésa es la suposición de partida. En los casos de Hungría y
Polonia, se trata, por supuesto, de una ilusión.
El Fidesz y el Partido
de la Ley y la Justicia tienen una agenda política. Su conflicto con
Bruselas es de naturaleza política; y lo han utilizado (presentado como
un conflicto entre el país y una burocracia supranacional no elegida)
para ganar respaldo en la política interna.
Se ha dicho a menudo que la crisis del euro ha dado lugar a la
politización de Europa, y que ha llegado la hora de la europeización de
la política: los ciudadanos europeos se han hecho conscientes de que lo
que ocurre en otros lugares de Europa tiene una repercusión directa en
sus vidas.
Por desgracia, también se ha hecho evidente un efecto menos
deseable de semejante interdependencia: el democristiano y conservador
Partido Popular Europeo (PPE), que nominalmente es el mayoritario, ha
decidido blindar sistemáticamente a Orbán frente a críticas y
potenciales sanciones. Importantes políticos del PPE han emitido una y
otra vez duras advertencias contra el primer ministro húngaro; por
ejemplo, cuando coqueteó con la idea de reintroducir la pena de muerte
en Hungría, una línea roja absoluta en especial para los democristianos.
Sin embargo, siempre han evitado excluir al Fidesz de Orbán de sus
filas. La razón es sencilla: el Fidesz tiene un número relativamente
elevado de diputados en el Parlamento Europeo, y el PPE está firmemente
comprometido con el mantenimiento de su pluralidad en la cámara (Helmut
Kohl insistió antaño en el hecho de que los democristianos no habían
construido Europa para dejársela a los socialistas).
De modo paradójico,
podría haber sido más fácil expulsar a Fidesz en un momento en que el
Parlamento tenía pocos poderes; cuando más importante se ha vuelto,
mayor es el incentivo para tener un gran grupo como el PPE. Dicho aun
más claramente, cuanto más democrática es la Unión Europea en su
conjunto, menor es la protección para las democracias nacionales frente a
las fuerzas autoritarias dentro de los estados miembros.
Es cierto que en septiembre del año pasado un significativo número de
diputados del PPE cambió por fin de opinión y respaldó la aplicación
del artículo 7 contra el Gobierno húngaro. Por un lado, la medida puso
de manifiesto que el Parlamento Europeo podía ser, en el fondo, un actor
importante en la defensa de la democracia europea.
Sin embargo, el PPE
aún está lejos de excluir el Fidesz; y a posteriori parece que la
dirección del PPE jugó un cuidadoso doble juego: ser vistos como
inflexibles con los valores europeos, pero conservando el Fidesz (y un
gran número de diputados) en el redil... y plenamente conscientes todo
el tiempo de que, dada la probable respuesta del Consejo Europeo, no se
seguirían sanciones reales contra Budapest.
El Gobierno de Varsovia presenta una desventaja comparativa con
respecto a Orbán: el Partido de la Ley y la Justicia no es miembro del
PPE, sino del mucho más pequeño y marginal Conservadores y Reformistas
Europeos. Ese grupo de euroescépticos está dominado por los tories
británicos. Theresa May, fiel a los dictados de la lealtad partidista
supranacional, afirmó ante un público varsoviano en diciembre del 2017
que los asuntos constitucionales son asuntos internos de Polonia. Sin
embargo, los tories van a desaparecer de la escena partidista
comunitaria con el Brexit. De modo que Varsovia no está protegida con
tanta firmeza como lo está Budadest.
Ha habido un caso en el pasado en que una familia supranacional de
partidos suspendió a un miembro (el Partido de los Socialistas Europeos
excluyó de facto el SMER eslovaco después de que éste estableciera una
coalición con el SNS de extrema derecha), y el cambio de tono en la
dirección del PPE en septiembre del 2018 no fue nada trivial.
Sin
embargo, en última instancia, nos enfrentamos aquí con un problema
estructural: como ha sostenido el politólogo estadounidense Dan Kelemen,
el sistema de partidos de Europa está lo bastante desarrollado para que
sea importante la lealtad por encima de las fronteras; de ahí el
continuado respaldo de facto a Orbán por parte del PPE.
Sin embargo, el
sistema de partidos no está lo bastante desarrollado para europeizar de
verdad las cuestiones políticas, lo cual importa porque las bolsas de
autoritarismo dentro de amplias estructuras democráticas sólo suelen
disolverse federalizando el problema. Kelemen llama al actual estado de
Europa un “equilibrio autoritario”, con la consecuencia de que los
agentes democráticos que respaldan de facto agentes antidemocráticos no
tienden a pagar el precio de su comportamiento.
Mientras las campañas
electorales al Parlamento Europeo sigan siendo un asunto nacional, no es
probable que ese fatídico equilibrio consiga ser desestabilizado.
Orbán ha sido muy eficaz reformulando el conflicto con la Unión
Europea como un asunto de “simple política” o, dicho más claramente, de
elección de valores subjetivos. A los liberales, según la acusación de
él y otros defensores de un Estado antiliberal, sencillamente no les
gustan sus políticas de familia conservadoras, su defensa de unos
estados-nación fuertes en la Unión Europea y, sobre todo, su rechazo de
la inmigración y del asentamiento de refugiados en Hungría.
En una
democracia se puede discrepar de modo legítimo sobre esos asuntos. Sin
embargo, al centrar toda la atención en ellos, Orbán ha reconvertido lo
que debería ser un debate sobre las instituciones democráticas básicas
en otra guerra cultural más (con un llamamiento a los conservadores de
todas partes de Europa a que unan filas tras él).
Una vez que el conflicto ha sido declarado un asunto de unos
compromisos sobre valores aparentemente subjetivos, resulta fácil acusar
a los liberales de ser en realidad antiliberales: aunque se supone que
son defensores de la diversidad, son incapaces de tolerar a un
nacionalista étnico como Orbán que intenta desviarse de un supuesto
multiculturalismo occidental dominante.
Algunos observadores se han mostrado dispuestos a admitir que una
democracia antiliberal podría ser una reacción legítima al liberalismo
antidemocrático. La Unión Europea parece ser un ejemplo obvio de
tecnocracia liberal contra la cual necesita ser afirmada la voluntad del
pueblo. Sin embargo, la Unión Europea no prescribe una postura
legislativa uniforme sobre cuestiones polémicas como el matrimonio de
personas del mismo sexo ni un único modelo de democracia.
Sus miembros
sólo tienen que ser lo bastante democráticos de acuerdo con los
criterios (sin duda deficientes) de Copenhague, que establecen que sólo
pueden unirse al club los estados con democracia, Estado de derecho y
capacidad de competir en el mercado único.
Cuando los dirigentes comunitarios han criticado los gobiernos
húngaro y polaco, Budapest y Varsovia han respondido que están
defendiendo la soberanía nacional contra los dictados liberales de
Bruselas. Por desgracia, la Unión les ha hecho el juego permitiendo la
impresión de que la democracia siempre pertenece al estado-nación, y que
el equipo de reparaciones liberal de Bruselas sólo hace acto de
presencia si hay un mal funcionamiento drástico del Estado de derecho.
En vez de eso, los representantes comunitarios tendrían que haber dejado
mucho más claro que, al defender un poder judicial independiente y una
sociedad civil y unos medios de comunicación críticos, están defendiendo
nada menos que la propia democracia. Dicho de otro modo, se pueden
tener muchas discrepancias políticas legítimas en la Unión Europea. Lo
que no se puede es hacer realidad dentro de la Unión una preferencia por
una forma de gobierno no democrática.
La solución no reside en una nueva hornada de mecanismos y
procedimientos legales. Los ciudadanos deberían hacer que los
facilitadores de la autocracia, como los dirigentes del PPE, Joseph Daul
y Manfred Weber, rindieran cuentas. La Comisión debería ser más
decidida a la hora de cumplir su papel de guardián de los tratados.
Jean-Claude Juncker, traumatizado por el Brexit, se ha mostrado
demasiado inclinado a eludir cualquier conflicto por temor a profundizar
más las divisiones en Europa, ajeno al parecer a la posibilidad de
pasar a la historia como el presidente de la Comisión bajo el cual se
hizo irreversible la degeneración del Estado de derecho.
La Unión
Europea debería también tomarse en serio la eliminación de ayudas a los
países que ya no cumplen los compromisos normativos básicos de la Unión.
Es cierto que las sanciones perjudican a menudo a los más vulnerables
de una sociedad. No obstante, los fondos comunitarios han sido a menudo
para la camarilla gobernante de Orbán lo que el petróleo a los estados
autoritarios árabes: un recurso gratuito susceptible de ser utilizado
para mantener satisfecha una red clientelar y comprar respaldo político.
Y es cierto que siempre hay que temer la reacción nacionalista contra
las sanciones comunitarias.
Sin embargo, para Europa, intentar
contenerse o mantenerse de algún modo neutral en conflictos internos muy
cargados sobre cuestiones relacionadas con las formas de gobernar (y no
sólo con las políticas) no carece de costes y en realidad tampoco es
neutral. La renuencia a intentar proteger la democracia liberal en un
Estado miembro traicionará las esperanzas de todos los ciudadanos del
país en cuestión, que depositaron su confianza en la Unión en tanto que
garante de algún tipo contra nuevas formas de autoritarismo.
En
cualquier caso, un gobierno deseoso, por ejemplo, de desmantelar el
sistema de equilibrio de poderes sabe que en algún punto se enfrentará a
un conflicto con las instituciones europeas, por lo que tiene todos los
incentivos para fomentar los sentimientos euroescépticos, por mucho que
haga o no haga la Unión Europea.
Hay pocas pruebas de una campaña nacionalista con éxito o, para el
caso, de graves reacciones producidas por un ejercicio decidido de la
influencia comunitaria. La guerra de independencia declarada por Orbán
no ha resultado ser, o al menos eso indican las encuestas, popular. En
realidad, los índices de aprobación de la Unión Europea (y de confianza
en ella) siguen siendo de los más altos en Hungría y Polonia. El Huxit o
el Poxit no parecen en este momento amenazas creíbles. La Unión Europea
debe dejar de tenerle miedo a los autócratas.
(*) Politólogo alemán y profesor en la Princenton University
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