PEKÍN.- “Esconder la fuerza y aguardar el momento”. Deng Xiaoping, el gran protagonista del aperturismo económico chino,
recomendaba mantener a China en un segundo plano en el escenario
global, mientras el país luchaba por salir de la pobreza y dejar atrás
el marasmo de 10 años de Revolución Cultural. Ya no; esa etapa ha
quedado atrás.
En la “nueva era” que ha proclamado el presidente Xi
Jinping, China está decidida a ocupar el papel protagonista en el
escenario mundial que, a sus ojos, le debe la historia. De la mano de
Xi, el líder más poderoso del país en décadas y que
continuará en el poder más allá de los 10 años inicialmente previstos,
quiere moldear el orden mundial para colocarse como referente, crear
oportunidades estratégicas para sí y para sus empresas y legitimar su
sistema de gobierno. Y ya no se recata en anunciarlo.
“Nunca el mundo ha tenido tanto interés en China ni la ha necesitado tanto”, declaraba solemnemente el mes pasado el Diario del Pueblo, la más oficial de las tribunas oficiales de Pekín.
El momento actual —con un Estados Unidos que
bajo la presidencia de Donald Trump ha abdicado de su papel de líder mundial,
una Europa presa de sus divisiones, un mundo que aún arrastra las
consecuencias de la crisis financiera de 2008— presenta una “oportunidad
histórica” que, sostenía el comentario, “nos abre un enorme espacio
estratégico para mantener la paz y el desarrollo y ganar ventaja” .
La
firma como “Manifiesto” indicaba que representaba la opinión de los más
altos dirigentes del Partido.
Esa ambición no es nueva: la catástrofe que fue el Gran Salto
Adelante (1958-1962) vino provocada, al fin y al cabo, por la voluntad
de Mao Zedong de convertir China en una potencia industrial en tiempo
récord. Lo que sí es nuevo es que ahora se proclame a viva voz, y cada
vez más alto.
A ojos de Pekín, China nunca ha tenido tan al alcance de la mano ese
objetivo. La diferencia no solo la marcan las circunstancias
geopolíticas o su auge económico. También su situación interna: nunca,
desde los tiempos de Mao, un líder chino había contado con tanto poder,
ni se había sentido tan seguro en el cargo.
Por las universidades de todo el país se abren centros de estudio
dedicados a su pensamiento; las calles de cualquier centro urbano están
llenas de carteles que exhortan a la población a aplicar sus ideas. Del
modo más marcado en décadas, la lealtad al Partido, y por ende a Xi, es
la condición sine qua non para tener éxito en cualquier actividad que
tenga que ver con el omnipotente Estado.
La consolidación de su poder se verá completada durante la sesión
anual de la Asamblea Nacional Popular, el Legislativo chino, que se
inaugura la semana próxima en el Gran Palacio del Pueblo de Pekín. Los
diputados aprobarán, entre otras cosas, eliminar el límite temporal de
dos mandatos que la Constitución impone al presidente, allanando el
camino para que Xi pueda continuar al frente del país por tiempo
indefinido.
Ya durante el primer mandato de Xi, China ha multiplicado su
expansión internacional. Su Banco Asiático de Inversión en
Infraestructuras va a cumplir tres años y ha concedido préstamos por más
de 4.200 millones de dólares. Su Nueva Ruta de la Seda —un plan para
construir una red de infraestructuras a lo largo de todo el mundo— acaba
de incorporar oficialmente a América Latina, tiene en el punto de mira
el Ártico y se dispone a celebrar su segunda cumbre internacional en
2019. Su inversión en diplomacia ha sido vasta.
En 2017 destinó a este
fin 7.800 millones de dólares, un aumento del 60% con respecto a 2013.
Por contra, EE UU ha propuesto recortar un 30% el gasto de su servicio
exterior.
Si Washington ha ido abandonando sus compromisos internacionales,
China está dispuesta a llenar ese vacío. Xi Jinping se ha presentado
como el gran defensor de la globalización, de la lucha contra el cambio
climático, de los tratados de comercio internacionales. Pekín ya
mantiene acuerdos de libre comercio con 21 países —uno más que
Washington— y, según sus autoridades, negocia o se plantea incluir a una
docena más.
Su inversión en el extranjero y la de sus empresas son uno de los
principales pilares de esta estrategia. En América Latina ya ha
concedido más créditos que el Banco Interamericano de Desarrollo; el año
pasado invirtió 120.000 millones de dólares en 6.236 compañías de 174
países, según su Ministerio de Comercio.
Como parte de su plan para
convertirse en un país puntero en tecnología y hacer que este sector sea
una de las principales fuentes de su PIB, ha adquirido firmas claves en
áreas estratégicas, como la líder alemana en robótica Kuka o la
diseñadora de chips británica Imagination. Ya es un referente en
inteligencia artificial.
Pero su presencia en el exterior no se limita al terreno diplomático o
comercial. Ser una potencia global requiere no solo tener acceso a los
recursos y conexiones con el resto del mundo. También defenderlos y
defenderse.
Y China, con 151.000 millones de dólares, es el segundo
mayor inversor en poderío militar, solo por detrás de EE UU, y moderniza
su Ejército a marchas forzadas. Ya cuenta con su primera base militar
en el exterior, en Yibuti, y según Afganistán se plantea construir una
segunda en una remota esquina de ese país.
Pero si China hoy genera más simpatías que EE UU en numerosos países
—incluidos aliados tradicionales de Washington como México u Holanda,
según apuntaba el Pew Research Center en 2017—, su auge también suscita
desconfianzas.
Eurasia Group ha descrito la influencia de China en medio
de un vacío de liderazgo global como el primer riesgo geopolítico para
este año. “Está fijando estándares internacionales con la menor
resistencia jamás vista”, sostiene la consultora. “El único valor
político que China exporta es el principio de no injerencia en los
asuntos internos de otros países. Es atractivo para los Gobiernos,
acostumbrados a las exigencias occidentales de reformas políticas y
económicas a cambio de ayuda financiera”.
Mención especial, entre otras
cosas, merece la inversión china en inteligencia artificial: “Procede
del Estado, que se alinea con las instituciones y compañías más
poderosas del país y trabaja para garantizar que la población se
comporte más como el Estado quiere. Es una fuerza estabilizadora para el
Gobierno autoritario y capitalista del Estado chino. Otros Gobiernos
encontrarán seductor ese modelo”.
Otras voces también suenan alarmadas. El primer ministro australiano,
Malcolm Turnbull, denunció en diciembre la influencia de China en los
asuntos políticos de su país, mediante lobbies y donaciones, y ha
presentado un proyecto de ley que busca frenarlo.
El director del FBI en
EE UU, Christopher Wray, también ha advertido que Pekín puede haber
infiltrado operativos incluso en las universidades. Un informe del think tank
alemán MERICS y el Global Public Policy Institute alerta de la
creciente penetración de la influencia política de China en Europa,
especialmente en los países del Este.
Y un grupo de académicos logró,
gracias a sus protestas el año pasado, que la editorial Cambridge
University Press recuperara artículos censurados por no coincidir con la
visión de Pekín en asuntos como Tiananmen o Tíbet.
La creciente asertividad de Pekín puede rozar la arrogancia o el
desdén por las normas internacionales. En el mar del sur de China, donde
sus reclamaciones de soberanía le enfrentan a otras cinco naciones, ha
ido construyendo islas artificiales en áreas en disputa pese a las
protestas de los países vecinos y de EE UU. Recientemente, la prensa ha
recriminado a Suecia sus presiones para la liberación de Gui Minhai, el
librero sueco detenido el mes pasado cuando viajaba a Pekín escoltado
por dos diplomáticos.
Además de las alarmas, empiezan a sonar también —de modo aún muy
incipiente— propuestas para contrarrestar esa pujanza o los aspectos
menos benevolentes de ella. El presidente francés, Emmanuel Macron, ha
llamado a los 27 socios de la UE a la unidad para no perder terreno
frente a China. La Casa Blanca ha comenzado a imponer aranceles a
algunos productos para frenar lo que considera competencia desleal de
China en el intercambio comercial. Japón, India, Australia y EE UU se
plantean ofrecer un plan internacional alternativo al de la Ruta de la
Seda.
Claro que ni siquiera el todopoderoso Xi puede darlo todo por seguro,
y la China de la nueva era adolece de debilidades importantes. Por el
momento, el apoyo popular al presidente y su gestión parece sólido. Pero
mantenerlo, en una sociedad de fuertes desigualdades sociales, puede
ser una tarea complicada.
Las jóvenes clases medias, nacidas y criadas después de la Revolución
Cultural y de Mao, no han conocido el sufrimiento de sus progenitores y
demandan un bienestar económico que dan por garantizado, así como
estándares de vida similares a los de Occidente.
Esto incluye la contaminación, uno de los grandes males de China.
Tras medidas como un plan invernal de urgencia, estándares de emisiones
para vehículos o cierres de fábricas con altos niveles de polución, este
año la calidad del aire en Pekín ha mejorado notablemente. Pero
organizaciones como Greenpeace remarcan que esta mejora, en parte, se ha
producido a costa de trasladar la contaminación a regiones más pobres y
menos visibles.
Garantizar unos estándares de vida cada vez mejores —China se ha
comprometido a acabar para 2020 con la pobreza rural, que en 2015
afectaba a 55 millones de personas— obliga también a la reforma
económica. Al llegar al poder hace cinco años, Xi prometió dejar que el
mercado marcara el paso. Es una aspiración que ha demostrado ser
complicada. En 2015, la revista Caixin apuntaba que, de entre las 113
áreas susceptibles de reforma, tan solo en 23 se avanzaba a buen ritmo,
los progresos eran lentos en 84 y en 16 no se había conseguido nada.
Lo que queda pendiente es lo más difícil: las empresas de propiedad
estatal, gigantescas e ineficientes, pero básicas en el sistema
socioeconómico chino actual; el exceso de crédito y de capacidad de
producción; la completa liberalización del yuan. Reformas necesarias,
pero que requerirán enorme habilidad para que no afecten al índice de
desempleo o la estabilidad social, la gran prioridad del Gobierno.
En aras de esa estabilidad social, la China de Xi Jinping ha
implantado ambiciosos programas de control y vigilancia ciudadana,
ayudada por la inteligencia artificial. El flujo de la información y las
redes sociales están férreamente supervisados. Cada empresa, incluidas
las multinacionales extranjeras, debe contar con una unidad del Partido
Comunista en su estructura. Los medios de comunicación estatales —los
principales— han recibido instrucciones de boca del propio presidente:
“Ustedes deben apellidarse Partido”.
La tendencia es a reducir la tolerancia a cualquier manifestación
cultural que no subraye el papel dominante del Partido Comunista o se
ponga al servicio de sus objetivos. Y esto incluye el trato a las
minorías y la práctica de la religión, sobre la que recientemente se han
impuesto nuevos reglamentos. Los sujetos molestos —sean disidentes
políticos, abogados de derechos humanos o activistas de causas sociales—
son detenidos y, en ocasiones, condenados a largas penas de cárcel. El
año pasado, el premio Nobel de la Paz Liu Xiaobo murió de cáncer de
hígado mientras cumplía una pena de 11 años.
Pero el tiempo corre, para Xi, para Pekín y para implementar las
reformas. Uno de los grandes obstáculos que afronta el país es,
precisamente, su rápido envejecimiento. La desastrosa política del hijo
único hace que
el dividendo demográfico se esté agotando.
Pese al fin de la prohibición en 2015, la natalidad no tiene visos de
repuntar. En 2020, 42 millones de ancianos no podrán cuidar de sí mismos
y 29 millones superarán los 80 años. Todo un desafío para unos sistemas
de seguridad social y de sanidad aún muy débiles.
Para 2050, cuando aspira a haberse convertido en una gran potencia,
contará con 400 millones de jubilados. Para entonces, deberá haber
completado sus ambiciosos planes de reforma militar y económica; la
prioridad será atender a ese gran segmento de población envejecida. El
plazo de “oportunidad estratégica” habrá expirado.
La nueva era de Xi tiene, por tanto, prisa. Hoy puede movilizar a la
población en busca del sueño chino; mañana podría ser tarde. En unos
años, esta nueva era puede haberse quedado demasiado vieja.